La inhabilitación del juez Serrano, decidida por el Supremo, ha levantado una polvareda en el mundo jurídico sevillano en la que las opiniones y los prejuicios particulares dejan de lado lo más sagrado en justicia: los hechos.Una guerra sin héroes. Sin nobleza. Sin caballeros. El Tribunal Supremo, en una sentencia discutida y discutible, ha decidido expulsar de la carrera judicial al magistrado sevillano Francisco Serrano por cometer un delito de prevaricación dolosa al juzgar una petición de parte para alterar el régimen de visitas que dos padres en proceso de separación tenían previamente establecido por un juzgado de violencia de género. La medida, que algunos creen excesiva y otros ajustada a derecho, supone la inhabilitación del magistrado para seguir ocupando el juzgado de familia en el que lleva veinte años impartiendo justicia.
Esta condena, que viene a incrementar la pena que ya le impuso el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía –lo condenó a dos años de inhabilitación y pidió en el mismo fallo su indulto–, ha levantado una polvareda en el mundo jurídico de Sevilla. Y se ha traducido en un alud de posicionamientos –a favor y en contra del juez– en el ámbito social. Cosa lógica, teniendo en cuenta la hondísima repercusión que las resoluciones judiciales tienen sobre los asuntos de familia. El aspecto más íntimo de cualquier persona.
El magistrado decidió dar una rueda de prensa a inicios de semana para explicar su propia lectura del fallo judicial. Aseguró sentirse víctima del “lobby de violencia de género” y vivir un infierno desde que fue denunciado por actuar con arbitrariedad en este caso. “Prefiero ser un abogado libre a un juez preso del miedo y de la presión política”, dijo. Un día después, el Foro Judicial Independiente, colectivo al que pertenece el propio Serrano, mostró su “consternación” por la sentencia del Supremo y auguró que “para evitarse problemas los jueces impartirán una justicia defensiva”. Una justicia, según su análisis, “que no moleste al poderoso, quien, a buen seguro, se sentirá enormemente aliviado”.
Habría que preguntarse si un juez es o debe ser libre. No me refiero al ciudadano Serrano, que obviamente cuenta con todos los derechos que otorga la Constitución. Empezando por las libertades de pensamiento y expresión. Es otra cosa. ¿Un magistrado, cualquiera que sea su ideología, su nombre o sus amigos, debe atenerse a los principios éticos de su profesión –regulados en un estatuto– o debe aplicar justicia según aconsejen sus creencias? De eso trata este caso, no del amor a las cofradías –como algunos insisten en entenderlo– ni de la discusión, socialmente pertinente por otra parte, sobre si la actual legislación de violencia de género que rige en España presenta excesos que debieran corregirse.
Tratándose además de un caso de menores, a los que la legislación salvaguarda, lo lógico es que el conflicto que originó el polémico juicio del juez Serrano se hubiera mantenido en el estricto ámbito privado. Así debía de haber sido si no se hubiera elegido amplificar, sin sentido alguno de la prudencia, tan delicado asunto tras forzar una controvertida orden judicial que, según el Supremo, fue dictada de forma arbitraria e injusta y que, desgraciadamente, a buen seguro, a estas alturas ha debido causar quebrantos irreparables probablemente a todas las partes en litigio. Todas.
Serrano ha anunciado que recurrirá al Constitucional y al Tribunal en Estrasburgo en demanda de justicia, que escribirá un libro sobre su causa –las desviaciones de una política de género marcada por lo que llama “el resentimiento femenino”– y ejercerá como letrado en coherencia con su pensamiento. Está en su perfecto derecho. Puede y debe hacerlo.
Cuestión distinta es si se le ha juzgado por sus principios o por su conducta. Su propia valoración de la sentencia da a entender en todo momento que el suyo ha sido un juicio político. Un aquelarre por atreverse a cuestionar un dogma políticamente correcto. Tras leer el fallo judicial, incluido el voto particular de los dos magistrados del Supremo que disienten de la mayoría del tribunal, no parece que estemos ante este supuesto. Ni de lejos.
Presentar el asunto sólo como resultado de los excesos de un sistema judicial incomprensible que castiga con excesivo rigor a un juez que tan sólo quería que un niño saliera en una cofradía es una visión parcial. Interesada. La cuestión, en estos términos, queda desenfocada. El tema de fondo es otro. Se trata de discernir si el juez realmente hizo justicia en este caso o, en cambio, prefirió hacer su justicia. Cosa que es trascendente si se tiene en cuenta que cualquier magistrado administra un poder superlativo. De las decisiones de los jueces dependen el prestigio, la libertad y la hacienda de las personas. Por eso su conducta al aplicar la ley –no en su vida particular– debe ser objeto de evaluación constante.
Poco tienen pues que ver en esta polémica, que ha sacudido muchas sensibilidades, ni el feminismo, al que el magistrado responsabiliza de su castigo, ni las creencias religiosas. Se trata sencillamente de lo más sagrado en el mundo de la justicia: los hechos. Todos ellos están relatados por extenso en el fallo del Supremo –incluido el voto particular que exime al juez de su culpabilidad–, que eleva la pena inicial del TSJA tras analizar los dos recursos de casación presentados por su defensa y la acusación.
De la lectura de la sentencia no se infiere ninguna de las razones alegadas por el juez. Francisco Serrano, como ciudadano, está en su derecho de defender su opinión sobre los excesos de la legislación de género. La ley contra de la violencia de la mujer tiene elementos que deben ser reconsiderados si el sistema legal español pretende ser equilibrado y justo, sobre todo en relación al abuso de denuncias falsas. También parece conveniente regular la custodia compartida para evitar un sinfín de tragedias innecesarias. Con esto se puede estar (o no) de acuerdo. Pero ambas cuestiones tienen poco que ver con los motivos ciertos de la condena al juez. No se le juzga por esto.
¿Cuáles son las razones? Hay que leer el fallo para formarse un juicio propio. El Supremo dice que el juez tuvo un proceder irregular al aceptar una petición de parte que no correspondía a su juzgado, pues estaba adjudicada –por la norma y un acuerdo expreso de la junta de jueces de familia de 2007– a un magistrado distinto. A su despacho acudió la parte demandante para solventar el conflicto tras una respuesta del juzgado competente, según el fallo judicial, que no fue de su agrado.
La causa entró así por una vía que cuando menos se puede calificar de singular al juzgado de Serrano, que asesoró a esta parte (obviando a la contraria), convirtió en procesal una declaración previa al propio proceso (que formalmente todavía no había comenzado ni le había sido asignado), no recabó de forma ortodoxa el dictamen de la Fiscalía y fijó su resolución –con cuyo contenido al parecer hay que estar de acuerdo– sobre la marcha, sin comunicarlo a todos los afectados alegando motivos de urgencia y amparándose en el deseo del menor. Según el Supremo, el juez nunca debió intervenir por carecer de competencias. No fue su único exceso. También llegó a comentar el caso ante la Agencia Efe diciendo que la actitud de una de las partes era fruto de su “visceralidad y resentimiento”, términos que inducen a pensar que tenía un conocimiento extrajudicial de la causa. Un motivo suficiente para quedarse quieto.
El procedimiento, en derecho, es sustancial. Y cualquier fin, incluso loable, no justifica determinados medios. Así lo ven incluso los dos magistrados que discrepan de la condena. Su voto particular explica las razones que asistirían al juez si no hubiera violado el procedimiento: “En los hechos probados se refleja una conducta ante los medios de comunicación incompatible con los deberes que impone la deontología y que merecería ser depurada disciplinariamente”.
Las cruzadas, como todas las guerras absurdas, raramente nos traen victorias honorables. No tienen épica. Sólo dejan víctimas.